Eduardo Méndez Riestra

Valentín Martínez - Otero

Cocinar hizo al asturiano

El término compuesto ‘gastronomía’ procede del griego (gastér, gastrós = estómago y nómos = ley), pero lo cierto es que el asturiano, en general, entiende poco de leyes culinarias y mucho de deleites palatinos. La naturaleza y la tradición le traen exquisiteces que educan y cautivan su gusto para siempre. De la brava mar recibe suculentos pescados y mariscos; de la fértil tierra, con sus montañas y valles adornados de ganado, obtiene ricas frutas y verduras, sabrosas carnes, nutritiva leche…Muchos y buenos alimentos que desde tiempo distante manos expertas sazonan con gran provecho para el comensal. Con la fabada, el pote, la merluza, el pixín, los oricios, los quesos, la sidra, los frixuelos, el arroz con leche, genuina ambrosía de la tierrina, el asturiano experimenta goces celestiales. Con los primores de la cocina, que por amorosa impregnación hogareña disfruta desde la infancia en la aldea, en la villa marinera o en la ciudad, siente que su condición humana se trueca divina. ¡Con qué placer se entrega al plato bendito! Hace de cada comida un festín, como si temiese que fuese la última.

Tal vez el español más devoto de su mesa sea el asturiano. Y, por supuesto, cuando deja atrás la tierra, sacramento es que la cocina le acompañe. El gusto atestigua la poderosa influencia telúrica sobre el hombre, como la advertida en aquel indiano clariniano, anhelante del aire natal y de la boroña, evocado manjar de la niñez pobre, mísera situación que antaño era frecuente en Asturias.

El sabor y hasta el saber de la tierra se verifican en el sentido oral, estimulados, cómo no, por el olfato y la vista propios de la buena mesa. Y así se le hace la boca agua al asturiano forzado a abandonar su patria chica, ansioso de ingerir, junto a la ventresca de bonito, las parrochas, el pitu de caleya o la empanada, un pedazo del querido rincón geográfico.

Con la emigración, nuestra cocina, lejos de desaparecer o empobrecerse, ha perdurado y aun mejorado. Tal sucede en la capital de España, donde siempre se hallan asiento y mantel en que el cuerpo y el espíritu se vigorizan. Hay en Madrid un rosario de restaurantes asturianos que, más allá de peculiaridades, no dejan de sorprendernos por la calidad de su cocina y la calidez de su servicio. Perlas gastronómicas que este libro ensarta para conocimiento y disfrute de todos. Escogidas joyas culinarias que, si parafraseamos al profesor Cordón, a diario demuestran que “cocinar hizo al asturiano”. El hombre dejó atrás la mera animalidad merced a la cocina, que favoreció la emergencia de la palabra, y el asturiano se eleva a lo más alto por mor de esta actividad, ya convertida en arte. Y en la sobremesa, orondo y agradecido, canta a la vida como ave cantábrica.

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